sábado, 21 de noviembre de 2015

[ 3' 10'' ] Fría noche en Derry - Serie Maine (II)




James releyó la carta que había escrito siete años atrás. Sacó la estilográfica Montblanc que ella le regaló en su primer aniversario y añadió una última frase. A continuación, con sumo cuidado, plegó la hoja en tres partes iguales y la introdujo nuevamente en el sobre. Durante unos instantes recordó tiempos mejores y una sonrisa de felicidad se reflejó en su cara.

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Sentado en aquel rincón, se sentía cómodo. El bar era ya parte de su propio hogar. En cualquier local que entrase se sentaba mirando hacia la puerta principal, con la espalda pegada a la pared y lo más cerca posible de la salida trasera. Había sido ayudante del sheriff y aún mantenía las costumbres de antaño. Desde hacía más de quince años aquella mesa era su preferida; la utilizaba en exclusividad desde que se encaró, pistola en mano, con un universitario que pretendía aprovechar aquel rincón para preparar los exámenes de fin de curso.

Sólo sentía el regusto a madera tostada durante los primeros tragos. Luego, su boca, anestesiada por el alcohol, ya no distinguía entre un Jack Daniel´s Single Barrel o un whiskey de esos que venden en botella de plástico. A pesar de llevar una hora en el bar no había cruzado una palabra con nadie, ni tan siquiera con la camarera. No hacía falta, le sirvió el bourbon de siempre junto con una sonrisa. Consideraba que todas las conversaciones de bar trataban sobre cosas banales, limitándose a tres o cuatro temas de hombres, entre ellas, hablar de mujeres y, en una ciudad tan pequeña como ésta, siempre era peligroso hablar de mujeres.

Al fondo, un viejo televisor mostraba imágenes de la guerra. Eran secuencias edulcoradas, censuradas por la propia cadena de televisión. Desde su rincón no distinguía más que manchas moviéndose dentro de una caja. Su miopía se había acentuado y las gafas requerían ya una nueva graduación. Por suerte, en las distancias cortas se desenvolvía perfectamente. Había echado un vistazo al periódico local, leyendo someramente los titulares, sin profundizar en las noticias. Derry no era una ciudad demasiado alegre, aunque frecuentemente, había curiosas historias que contar. Era un lugar mágico.

Miró su reloj. Ya era hora de irse. Apuró el trago con desgana, sabiendo que no le iba a causar ningún placer ese último sorbo. Dejó un billete de diez dólares sobre la mesa, apresado por el vaso vacío, y salió de “Falcon” sin despedirse. A pesar de su conducta solitaria, era muy apreciado por todos los habitantes del condado desde que, en su época de ayudante del sheriff, había sido un héroe. Fue el primero en llegar al Holiday Inn. Consiguió salvar de una muerte segura a April Whitaker, la joven recepcionista del hotel, cuando el establecimiento se incendió una fría noche de noviembre. Desgraciadamente, dos  personas murieron en el suceso y sus cadáveres nunca pudieron ser identificados.

El Consejo de la ciudad de Derry decidió concederle una condecoración al Mérito Policial por su hazaña, otorgándole la medalla de oro, una pensión vitalicia y obsequiándole con un reloj Omega SpeedMaster. Aquella fría noche consiguió la admiración de todos pero las graves quemaduras en manos y cara le obligaron a despedirse de su vocación, ser agente de policía.

Caminaba por la avenida Costello tambaleándose, tropezando a cada paso y apoyándose en las paredes para mantener el equilibrio. Mantuvo una conversación ininteligible consigo mismo durante todo el camino. Recorrió Kossuth Lane hasta llegar a Los Barrens y allí, apoyado en la barandilla inspiró aire queriendo limpiarse por dentro, intentando expiar sus pecados. Estaba decidido a acabar con todo. Darse un último baño en el Ken Duskeag; un riachuelo en verano, pero un gran río en invierno. Esa noche era el aniversario del incendio y sabía que no quería permanecer el resto de su vida enclaustrado en aquel cuerpo deforme pero, sobre todo, no quería vivir preso de sus propios remordimientos.

Sacó del bolsillo interior de su abrigo el sobre algo arrugado, lo alisó con la mano menos dañada. Después, con mucha calma lo apoyó sobre el banco del parque. De pronto una racha de viento tiró del sobre como intentando robárselo, y él, en un acto reflejo, consiguió agarrarlo al vuelo. Se quitó el reloj, y a modo de pisapapeles, lo posó encima del sobre asegurándose de que no volara nuevamente. El frío reinante calaba sus huesos hasta lo más profundo de su ser y a pesar de esto, no dudó ni un momento en proseguir con su cometido. Se introdujo en el agua y su cuerpo desapareció en la oscuridad. Sólo la noche fue testigo de su cuerpo recorriendo el canal, atravesando Bassey Park y apareciendo, unas horas más tarde, en la orilla del río Penobscot.  

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Al día siguiente, un muchacho, abrigado hasta las orejas, encontró los objetos sobre el banco. Miró el reloj, lo sopesó como queriendo calcular su valor y, al final, lo colocó en su muñeca. Al contacto con el metal helado el joven sintió un escalofrío. Rompió el sobre por uno de los laterales y extrajo la carta. Leyó sin mucho interés las palabras mecanografiadas hasta que su vista se centró en la única línea que estaba escrita a mano:
  “Soy culpable de la muerte de mi mujer y su amante”.

No comprendió su significado. Comprobó que no había nadie a su alrededor, hizo una bola con el papel y la arrojó al río. Se marchó sonriente, disfrutando de su nuevo hallazgo.

A pesar de todo, en su epitafio se puede leer:
 “James Dawson - Aquí yace un héroe - Orad por su alma



Esteban Rebollos (Noviembre, 2015)



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1 comentario:

camilo perotti dijo...

Comienzo por el principio. EXCELENTE!!!!!!. Podemos charlar en privado algunos pequeños detalles, pero me encantó. El final inesperado... es eso, inesperado. Pero además te deja un sabor a más, a querer saber que pasó exactamente esa noche. Tienes un talento excepcional para esto como ya te lo había dicho antes. Manejas muy bien el suspenso entre líneas, con el giro inesperado y el cuentagotas de los detalles que invitan a la imaginación volar. Me sentí en el centro de Derry rememorando paisajes anteriormente leídos en IT.