sábado, 14 de noviembre de 2015

[ 2' 40'' ] Parque Rivadavia



Recorrer el parque al calor del verano y pasear entre los puestos de venta de libros son algunos de esos pequeños placeres que disfruto cuando visito el barrio de Caballito, en pleno corazón de Buenos Aires.

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Para él, la lectura era la mejor manera de evadirse del mundo cotidiano. Con un libro en las manos, sus problemas desaparecían como por arte de magia. A pesar de no tener dinero, se paraba en cada tenderete, rebuscando entre cajones llenos de novelas, discos de vinilo y libros de segunda mano.

Solía leer novelas baratas que se encontraba en la calle y aquellas que le regalaban por tener las portadas deterioradas. De vez en cuando, si aparecía algún libro interesante en un puesto, no dudaba en pasar veinte minutos leyendo de pie, hasta que el dependiente le llamaba la atención.

Aquí no se prestan libros, pibe. Si querés leer, garpalos. ¿Tenés guita? —le decía para ahuyentarlo.

Y al día siguiente volvía para intentar leer el resto del libro, pero la mayoría de las veces encontraba que el ejemplar se había vendido o que el espabilado tendero lo había escondido tras el mostrador.

Cada día esperaba encontrar el libro de su vida, aunque dudaba mucho que pudiera comprarlo. Sus ahorros se limitaban a unos pocos pesos guardados en una lata de tabaco "Puro Argentino".

Conocía cada puesto del Parque Rivadavia; sabía quién vendía libros de segunda mano, quién libros nuevos a precio desorbitado y quién tenía revistas exclusivamente de mujeres, de mujeres a medio vestir. Podía recorrer los pasillos con los ojos cerrados, encontrar los más remotos tenderetes y reconocer al habitual carterista de fin de semana.

¡Che, pibe, vení para acá! —escuchó a lo lejos.

El muchacho levantó la cabeza e hizo un ademán de sacarse el forro de los bolsillos hacia afuera demostrando que no había robado nada.

Vení, ¿querés ganarte unos pesos? —le preguntó el dueño del puesto 25, Sergio Daniel.

Bueno, sí... ¿Qué tengo que hacer? —respondió el muchacho, dudando.

¿Conocés a Pablo César Cafaro?

Sí, obvio..., Cafaro, puesto 84, el que está frente a la calesita. —respondió sin demora.

Llevale estos libros, los está esperando. —Y le puso una gran pila de libros nuevos en los brazos—. ¡Que no se te vayan a caer! Después volvé que te tiro unos pesos.

Al verlos, las pupilas del muchacho se dilataron como quien ve una mujer hermosa acercarse. En sus brazos se encontraban, al menos, dos libros de Stephen King, de tapas duras y solapas de brillantes colores. Esos fueron los quedaron bajo su mentón, pero estaba convencido de que el resto serían igual de buenos. Tenía, ante sí, los libros más maravillosos que había visto en su vida.

Sin perder más tiempo, salió apurado, desapareciendo entre el gentío.

Va a perder como en la guerra, don Sergio —le dijo el joven que atendía el puesto contiguo.

Bancá un cacho que todavía no volvió —respondió el dueño.

El borrego ese no vuelve.

Pasaron diez minutos y el muchacho aún no había regresado.

Se lo dije, capo. Tendría que haberle dado otros. Esos que le dio taban buenos.

Sergio Daniel hizo como si no lo hubiese escuchado y siguió colocando libros de segunda mano en la estantería.

Señor, ¡lo siento! Cafaro no estaba y tuve que esperarlo. —no le vieron acercarse y oír su voz fue toda una sorpresa.

No quiso los libros. Le mandó de vuelta todo y me pidió que le dijera que usted ganó la apuesta —atinó a decir el muchacho con la voz entrecortada por la carrera.

Sergio Daniel esbozó una sonrisa y prosiguió.

Gracias, ¿cuánto te dije que te daba?

No me dijo, señor —respondió el muchacho.

Sergio Daniel sacó un rulo de billetes y extrajo uno de veinte pesos.

¿Suficiente? —le preguntó, esperando la contestación del muchacho y sabiendo que los recuperaría por haberle ganado la apuesta a su amigo Cafaro.

El chico asintió, lo pensó mejor y le dijo:

Si me deja leer los libros, le prometo tratarlos bien y no arruinarlos. Me quedo acá sentado y no me oirá ni respirar.

A partir de ese día, su amistad se forjó sobre la confianza. Lo que al principio fue una ayuda exclusiva de los fines de semana, se transformó en una colaboración diaria en el puesto 25 del Parque Rivadavia.

De vez en cuando, Sergio Daniel le decía:

¿Vamos de canje? —Y recorrían el resto de los establecimientos en busca del libro de su vida.

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Gracias por darme la oportunidad de crecer rodeado de libros, descubrir los fantásticos mundos que otros imaginaron y transmitirme su amor por la Literatura.

Veinte años después, a pesar de la distancia, Sergio Daniel Maganas García y yo seguimos siendo amigos.

Esteban Rebollos (Noviembre, 2015)

Notas del autor:

Sergio Daniel, de verdad me hubiese gustado ser ese muchacho.

A Pablo César Cafarogracias por tu apoyo.

Y, por último, a Camilo Perotti y Luciana Elsa Bonzo Suárez
por vuestra inestimable ayuda con el lenguaje popular porteño.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me encanto el cuento si supiera cuanta verdad hay un dia podría contarle algo muy parecido me encanto

Esteban Rebollos dijo...

Muchas gracias por su comentario. Algún día "platicaremos".
Un saludo desde España.