sábado, 5 de diciembre de 2015

[ 2' 40'' ] ¡Maldito perro!



Lo que nunca me había pasado, sucedió ese jueves. Mi perro Zar estuvo inquieto toda la noche, corriendo por el pasillo, ladrando sin parar y revolviendo mi ropa; incluso, uno de mis zapatos apareció destrozado bajo la cama. Al acercarme a la puerta de casa, Zar se abalanzó sobre mí; me atacó, clavando sus colmillos en mi brazo, desgarrando la camisa y produciéndome un dolor indescriptible. En ese momento, la sangre empezó a salir a borbotones e intenté pararla con lo que tenía más a mano, como paños de cocina y toallas. Nada de eso funcionó; al final, lo único que cortó la hemorragia fue un torniquete improvisado con una de mis corbatas. Convencido de que la herida requería puntos de sutura, decidí llamar a un taxi para que me llevase al hospital más cercano.

<<<<<>>>>>

Son las 7:20, debería estar en el tren, camino del trabajo y, en vez de eso, estoy en la sala de espera de urgencias en compañía de un par de ancianos medio somnolientos que no paran de toser y una joven drogadicta a la que encontraron inconsciente en mitad del Paseo de la Castellana.

-Buenos días, ¿Qué le ha pasado? -me pregunta la enfermera, mientras me fijo en sus marcadas ojeras.

-Pues, verá, me ha mordido Zar, mi perro. No es agresivo pero esta noche ha estado bastante inquieto -le explico, cordialmente, justo cuando empieza a limpiar mis heridas.

-¿Está vacunado? -me pregunta.

-Sí, las tiene todas -le contesto, totalmente convencido.

-No, no me refiero al perro, me refiero a usted. ¿Ya le han vacunado contra la rabia? -me dice mostrando una pequeña sonrisa en sus labios.

-Pues, no. ¿Es necesario?... -pregunto, mientras empieza a vendar mi brazo.

-Es el protocolo pero, por suerte, no necesita puntos. ¡Espere aquí, por favor! Enseguida le vacunamos. Rellene los papeles del alta y podrá marcharse -me dice, mientras se aleja para ocuparse de otro paciente.

Otra vez tengo que esperar y mi mal humor, en vez de disminuir, aumenta. Me pregunto que hago aquí. Son las 7:40 y ya debería haber llegado a la estación.

-¡Maldito perro!, ¡Ya no le paso ni una más!, ¡En cuanto llegue a casa aviso a la perrera! -susurro para que nadie me oiga.

Aburrido de la espera, mi mente intenta distraerse y, lógicamente, inmerso en esta situación, solo puedo pensar en Zar.

La primera vez que lo vi, me emocioné como un niño. Envuelto en una mantita infantil, ocupaba tan poco que al intentar mecerlo temía que se escurriese de entre mis brazos. Fueron tiempos de biberón, mucho amor, olor a orina y alguna que otra noche en vela.

Después, mientras estaba en la Facultad, Zar fue el que me ayudó. En esas largas noches de estudio, cuando mis ojos se cerraban, el perro gruñía para mantenerme despierto porque sabía que, a eso de las tres de la madrugada, le recompensaba con la mitad de mi sándwich.

Luego llegaron tiempos convulsos para él... y para mí; una boda, dos hijos, un divorcio y, a pesar de que durante unos años dejó de ser el centro de atención, siempre supo ganarse nuestro aprecio; demostró su amor por los niños, protegiendo y cuidando de ellos. ¡Los tres se hicieron inseparables!

Desde la primera vez que lo vi han pasado doce años, ¡toda una vida! Ahora, sus patas apenas soportan su peso y su ceguera avanzada hace que recorrer la casa sea un desafío.

Por desgracia, no recuerdo la última vez que disfrutó de sus carreras por la Casa de Campo y sus largos paseos por El Retiro.

Aquellos tiempos ya han pasado y además, ahora se ha vuelto peligroso. -¡Maldito perro!- Hoy, me ha mordido a mí y otro día puede ser a los niños. Me duele mucho, pero creo que ha llegado el momento de sacrificarlo.

<<<<<>>>>>

Concentrado en mis pensamientos, de repente, el sonido de las alarmas y los teléfonos me sobresaltan. El reloj de la sala de espera marca las 8:10 cuando llegan, en coches particulares y taxis, los primeros heridos; momentos después, son las ambulancias las que traen a los más graves. Observo como los médicos y las enfermeras de las plantas superiores corren por los pasillos a unirse al personal de Urgencias.

Por los altavoces comunican que han habilitado algunas salas del sótano; así, pueden a atender a más víctimas. Decido echar una mano y guiar a aquellos heridos que deambulan desorientados por los pasillos. Los gritos de dolor ensordecen el ambiente mientras los regueros de sangre son la prueba indeleble de su paso por el hospital.

Entre los recién llegados, y a pesar de tener sus rostros manchados de sangre, algunas caras me resultan familiares. Reconozco al ejecutivo que a diario comparte el asiento de tren conmigo, a la pareja de jóvenes enamorados que van juntos a la universidad o a la asistenta que lee fotonovelas durante todo el trayecto hasta la estación de Atocha.

Entonces me doy cuenta, ¡Yo debería ser uno de ellos!

<<<<<>>>>>

Han pasado varios años desde aquel 11 de marzo y acabamos de enterrar a nuestro perro. Desde entonces, lo hemos cuidado con todo nuestro cariño.

«¡Gracias a Zar, mis hijos aún tienen padre!»

Esteban Rebollos (Diciembre, 2015)

En memoria de las personas que aquel día vieron truncada su vida.

En apoyo de aquellos que cumplieron más allá de su deber.

No hay comentarios: