domingo, 20 de diciembre de 2015

[ 2' 50'' ] Desde la oscuridad





Abro los ojos, inspiro profundamente y los vuelvo a cerrar. A continuación, hago un chasquido con los dedos y el eco de ese minúsculo ruido me informa de lo que tengo alrededor. En mi mente se crea un mapa en donde los objetos aparecen como piezas de un puzzle.

A mi derecha se extiende una gran cristalera, aunque por las numerosas vibraciones provenientes de la sala colindante, me temo que me vigilan a través del típico espejo de sala de interrogatorio. El calor de dos lámparas de tubos fluorescentes se refleja sobre una mesa de seis u ocho plazas y, a excepción de algunas sillas diseminadas por la habitación, no hay más muebles.

De todos modos, lo realmente interesante no es lo que hay, sino quién está observándome en silencio desde el fondo de la sala.

«No creas que no te he visto.»

Si me está poniendo a prueba, no necesito verle para saber su aspecto. —le suelto, simplemente, para romper el hielo.

¿Y cuál es mi aspecto, profesor? —me pregunta, infundiendo cierto retintín en su entonación.

Mide casi dos metros, lleva chaqueta con coderas de cuero y zapatos de tafilete. Y, por cierto, está tomando codeína para calmar el dolor de esa antigua herida en su pierna izquierda. —le respondo tranquilamente con el único propósito de crispar sus nervios.

Profesor, permítame que me presente. Mi nombre es Edward Clark, agente especial. —Sé que miente pero le dejo continuar.

He comprobado los excelentes resultados que obtuvo durante los quince años que trabajó para la agencia pero en ninguno de los informes se menciona su faceta de adivino —oigo decir desde la esquina más alejada de la sala.

«Si quieres provocarme, lo has conseguido.»

¡No se confundaLa adivinación es un arte que dejo para otros. Me falta la vista pero el resto de mis sentidos están más desarrollados. —Hago una pequeña pausa teatral y prosigo diciendo:

Por cierto, ahora que he escuchado su voz, puedo decirle que nació en Houston, está casado y tiene los ojos azules —el último dato es solo cuestión de probabilidades.

¿Casado? —pregunta, de lo que deduzco que he acertado con el color de sus ojos.

Sí, lo delata el roce de la alianza de su mano derecha contra la taza de café caliente.

"Míster Simpatía" se acerca, intentando disimular su cojera, y deposita una voluminosa carpeta sobre la mesa.

¿Ha oído hablar del secuestro de Stephanie, la pequeña de los Bradford? —pregunta, ya de modo más formal.

¡Sí, claro! Un caso muy mediático. Once días alejada de su familia y todo el país a la espera de buenas noticias.

Se acerca más y, a esta corta distancia, percibo desde la sutil loción de afeitado hasta la suave fragancia del perfume dejado por su esposa al despedirse esta mañana.

«Donna Karan Black Cashmere. Excelente elección.»

En esta ocasión, el agente coloca una pequeña caja sobre la carpeta, diciendo:

Aquí tiene la cinta de audio donde indican las instrucciones para la entrega del rescate. Ha sido revisada por nuestro Departamento de Acústica Forense pero no hemos obtenido información relevante. ¿Puede ayudarnos?

Por supuesto. Eso sí..., necesitaré mi antigua sala 204, una jarra de café bien cargado y unas galletas para mi perro.

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Largos túneles bajo el edificio federal conectan salas, laboratorios y todo tipo de instalaciones secretas. Dos agentes me acompañan a través de los subterráneos hasta el estudio de sonido en el que yo mismo trabajé durante doce años. Por suerte, aún sigue operativo.

Sentado frente a mi antigua mesa de mezclas manejo los mandos con habilidad, analizo sonogramas, aplico filtros, separo las frecuencias, en definitiva, busco la huella "acústica" del secuestrador. No es el estudio con la tecnología más avanzada pero tiene lo imprescindible. Mientras tanto, acurrucado bajo la silla, mi perro se entretiene comiendo galletas de canela.

Tras casi cuatro horas de arduo trabajo, ya estoy preparado para mostrar mi informe al FBI.

El secuestrador ha utilizado una cinta magnética, de gran formato, que dejó de fabricarse a finales de los años ochenta. En ella no aparecen distorsiones por el paso del tiempo, no tiene cortes de montaje ni pistas borradas. Estamos hablando de un tipo muy cuidadoso con un sofisticado equipo de grabación.

Continúe, por favor —me dice el agente, mientras remueve su café.

Se trata de un hombre blanco, entre 35 y 38 años, de fuerte complexión, seguro de sí mismo y muy acostumbrado a hablar en público. Aunque intenta disimularlo, distingo un ligero acento sureño. Probablemente pasó su juventud en Louisiana y estudió en alguna buena universidad del norte —aclaro, intentando centrar la búsqueda.

De repente, realizo una larga pausa, cambio mi tono de voz y digo:
—¡No todas las noticias son buenas, agente Clark! Si la niña aún no ha muerto, no tardará en hacerlo.

¿Qué ha dicho?... ¡No puede ser! —el agente se pone nervioso, empieza a sudar, transpira codeína y derrama parte del café sobre su camisa.

Según dice, la tiene encerrada y no creo que vuelva a tener contacto con ella, a no ser que sea para liberarla. Eso me hace pensar que probablemente sea padre —explico con pesadumbre —Quizás el dinero no sea su única motivación, es más, creo que lo hace por venganza. ¡Eso lo vuelve más peligroso!

¿Está diciendo que el secuestrador conoce a los padres?

Diría que es un antiguo empleado del señor Bradford; seguramente, un alto ejecutivo despedido de alguna de sus empresas. De ahí, su gran resentimiento.

¿Qué debemos hacer?

Exigirle una prueba de vida; eso le obligará a verla. Paguen el rescate y, si tiene piedad, quizás les indique dónde encontrar a la pequeña. 
¡No tenemos mucho tiempo!

«Recoge y lárgate pronto.»

Tras una breve y distante despedida, despliego mi bastón, señal inequívoca de que nos ponemos en movimiento. Mi perro se levanta, agita el rabo mostrando alegría y se acerca por mi izquierda para que me agarre a su arnés. Cuando me levanto, el agente me interrumpe.

—¡Dígame, profesor! Con la cantidad de medios disponibles, ¿por qué cree que nos envió una cinta de audio prehistórica? —Me pilla desprevenido y necesito algo más que un instante para contestar.

Quizás no tenga wifi gratis... —yo mismo me sorprendo por dar esta estúpida respuesta a la vez que percibo un ligero cambio en su respiración.

«Has notado mi titubeo. Ahora sé que desconfías de mí.»

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Basándose en el informe que yo había elaborado, se asignó al caso un ejército de rastreadores, dos psicólogos forenses y un experimentado negociador en secuestros de menores.

Dos días después, y ante la duda de que la niña no apareciese con vida, la familia insistió en pagar los dos millones de dólares del rescate, siempre en contra de los consejos del propio FBI.

Por suerte, a las pocas horas del pago, la pequeña apareció en un centro comercial al sur de New Orleans, disfrutando de un helado y felizmente acompañada por su nueva mascota, un cachorro de labrador de color canela.

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¿Quién diría que una cinta grabada en esta sala sería tan rentable?

Tras cinco años de espera, no podía desaprovechar la ocasión. Por fin he encontrado el momento idóneo, el empresario adecuado y la familia perfecta. Esta es mi recompensa a tantos años de trabajo.

Siempre pensé que la mejor opción era la más sencilla. Gracias a una simple cinta de audio lo he conseguido; bueno, eso, paciencia y la certeza de que el FBI solo trabaja con los mejores.

Por cierto, nunca imaginé que dos millones de dólares ocupasen tan poco. A pesar de que mis ojos no puedan ver los billetes, mis otros sentidos los disfrutarán plenamente en alguna cálida isla del Pacífico.

"Eso sí, la próxima vez..., pediré cinco."

Esteban Rebollos (Diciembre, 2015)


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