domingo, 16 de octubre de 2016

[ 3' 00'' ] Siete lunas




Faltaban tan solo siete lunas para la celebración del Samhain. La temporada de recolección había acabado y era tiempo de almacenar provisiones para la mitad oscura del año. Los preparativos de esa mágica noche se encontraban muy avanzados y las mujeres ya habían construido la hoguera purificadora; una montaña de troncos, tan grande como la cabaña del maestro sanador.

Casi todos los hombres de la aldea se habían embarcado en busca de víveres y, así, resistir el largo invierno. Para ello, no dudaron en cruzar la línea del horizonte y llegar a tierras más septentrionales. En pocos días, los hombres regresarían de los lejanos mares con la bodega del barco bien repleta de atunes en salazón, pieles curtidas y piezas de carne de jabalí o corzo.

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Como cada noche, Alanna arrulló a su pequeña Brenda con una antigua canción de cuna; en ella, se contaban leyendas ancestrales sobre heroicos guerreros como su padre. Conseguir que se durmiera no era tarea fácil. Las extrañas sombras proyectadas por el fuego en el techo de la cabaña, hacían que Brenda se desvelara, no dejara de llorar e, incluso, empezase a temblar de miedo.

-No quiero dormir -dijo la pequeña sollozando-. El hombre del saco vendrá y me llevará muy lejos. No quiero dormir, mamá.

Alanna conocía bien los temores de su hija e intentaba consolarla y tranquilizarla pero, en algunas ocasiones, a pesar de hacerle arrumacos y carantoñas, no era capaz de dormirla hasta bien pasada la medianoche.

-Tranquila, Brenda, pronto llegará tu padre. Traerá cuentas de colores para adornar tu pelo, conchas con las que haremos una bonita pulsera y suaves pieles para calzar tus pequeños pies.

Cuando parecía que se había calmado, la niña gritó:
-¡Mira, mamá, mira como corre por el techo! ¡Es él... el hombre del saco!

Alanna levantó la cabeza y aunque no vio a nadie, un escalofrío recorrió su cuerpo. Le pareció percibir una extraña sombra que se movía rápidamente a su alrededor. Tenían que ser imaginaciones suyas ya que, en esa pequeña cabaña, nada podía ocultarse ni nadie podía esconderse. Atizó el fuego con la esperanza de que el crepitar de las ascuas alejara los malos espíritus.

Por fin, Brenda cayó vencida por el sueño y Alanna la arropó con pieles de su propio jergón. Las dos se quedaron dormidas, abrazadas toda la noche.

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Al día siguiente, el sol se ocultaba tras la bruma de la mañana.

Mientras algunas mujeres ultimaban los preparativos del Samhain recogiendo castañas, bayas y setas, otras se encargaban de los encurtidos que servirían de acompañamiento a las esperadas provisiones traídas por los hombres.

La neblina convertía la aldea en un lugar tenebroso, propicio escenario para una desgracia.

Esa mañana, los niños jugaban en silencio. La típica algarabía de sus voces se había transformado en un leve murmullo. La calma que reinaba en el poblado no podía ser más que un presagio de malos augurios. Brenda corría alrededor de la cabaña, sin alejarse de su madre y siempre con la vista puesta en la espesura del bosque; estaba convencida que era allí donde se ocultaba el temido hombre del saco.

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Los fuertes vientos rasgaron las velas y las embravecidas aguas arrastraron el barco hacia el acantilado. El embate de las olas, golpeando el casco de madera, acabó partiendo la embarcación en dos, hundiéndola a escasa distancia de la costa. La tragedia se ensañó con la tripulación; tres hombres perecieron ahogados en aquellas peligrosas y gélidas aguas y los demás resultaron gravemente heridos por las rocas de los acantilados. Esa noche se refugiaron en una pequeña arboleda cercana a la costa. La lluvia los empapó y la oscuridad los envolvió, mientras los náufragos trataban de recuperar las fuerzas después de aquella dura prueba.

A la mañana siguiente, intentaron acercarse al barco en busca de cualquier objeto que pudieran salvar. Fue un intento en vano; las velas estaban rotas, los cordajes colgaban de los mástiles, la cubierta estaba llena de agujeros y la caja del timón había quedado reducida a un montón de astillas. El barco no era más que un esqueleto que apenas se veía ya desde la orilla de la playa. Tampoco hallaron los cuerpos de los marineros ahogados; estos fueron arrastrados por las olas hasta las profundidades del mar.

La mala suerte se había cebado con ellos. Emprendieron el camino de vuelta con la moral más debilitada que su propio cuerpo, sabiendo que lo habían perdido todo y no resistirían el largo invierno. Aún peor era la sensación de frustración que los dominaba. Pasarían hambre, tendrían frío y quizás morirían en su intento de llegar a la aldea pero no era momento de rendirse. Casi sin fuerzas para continuar, permanecieron en silencio, sin saber qué hacer. Solo pasaron penurias desde que tuvieron que abandonar el barco en mitad de la tormenta.

Malheridos, sin barco y sin provisiones, a los supervivientes solo les quedaba la esperanza de recibir el consuelo de sus familias. Tras días de arduo camino, acosados por carroñeros y alimañas, por fin consiguieron llegar a la aldea.

Mujeres y niños fueron a recibir a los hombres a la entrada del pueblo. Fueron recibidos por una multitud de personas, que los abrazaron y lloraron con ellos. Aunque los días de penalidad no habían hecho más que comenzar, al menos habían sobrevivido para contarlo. A pesar de todo lo sucedido, en el rostro de Brenda se dibujó una sonrisa por reencontrarse con su padre. Los tres se juntaron en un largo y silencioso abrazo.

El maestro sanador, un hombre anciano y sabio, se internó en la profundidad del bosque y, allí, permaneció durante varias lunas. Durmiendo a la intemperie, comiendo frutos silvestres y setas alucinógenas, consiguió fundirse con la naturaleza y encontrar las respuestas buscadas. El día en el que regresó al pueblo, sus cabellos y su barba eran blancos como la nieve, se paró junto a la hoguera preparada para el festejo, esperó que la multitud le rodease y levantó las manos para pedir silencio.

-Hoy es un día muy especial. Esta noche celebramos el Samhain, la noche en que los espíritus de nuestros antepasados nos visitan-. La gente asintió y, entonces, el maestro sanador cambió su tono de voz, haciéndola más inquisitiva - Este año los dioses de la cosecha nos han dado la espalda. Hemos perdido sus favores y la maldición se ha cernido sobre nuestra aldea. Ahora, esos dioses nos exigen una ofrenda para ganar su gratitud -sentenció, cuando un murmullo de indignación se inició entre la multitud.

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El día de la celebración, la gente de la aldea se reunió alrededor de la hoguera para dar gracias a los dioses, pedirles salud y protección durante el invierno. Los hombres bailaban alrededor del fuego, cantando y gritando, y las mujeres canturreaban una melodía mientras echaban ramas secas en las llamas.

La Noche del Samhain llegó el hombre del saco a la cabaña de Alanna y Brenda. Era un hombre mucho más tenebroso de lo que esperaban. Arrebató a la niña de las manos de su madre y se dirigió con ella hacia la hoguera. Allí, con un corte certero, degolló a la pequeña y echó su cuerpo a las llamas, mientras el resto del poblado danzaba a su alrededor. Todo ello para pedir la benevolencia de los dioses para la cosecha del año siguiente.

Aquel era el peor ser de la tierra, el más cruel, el más perverso. Aquel hombre del saco era... su padre.


Esteban Rebollos (Octubre, 2016)

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